El porche de la parra
Estaba alejada del pueblo, en la montaña, era una de las casas que se construyeron primero. Los lindes del terreno estaban delimitados por piedras amontonadas a una altura de un metro, era bastante grande y en un lateral de la parcela estaba la casa.
Cuando entrabas por la puerta, te encontrabas con una enorme parra que en verano colgaban los grandes racimos de uvas, el enramado de la parra hacía de porche para refrescarnos los días calurosos de esa estación y salir con las sillas a tomar el agradable fresco de la noche, después de cenar y cobijarte del rocío de la noche.
En el suelo haciendo la terminación del agradecido porche habían muchas macetas que siempre tenían flores.
En un rincón había una pequeña mesa de madera y siempre había un botijo para beber agua fresca, decía que allí el agua se mantenía siempre fresca.
De frente a ese porche en el que nos cobijábamos se extendían campos perfectamente ordenados en los que podías admirar como iba creciendo lo que anteriormente se había plantado. Una ordenación geométrica admirable y que separaba de un campo a otro de lo plantado unas acequias por las que corría el agua cuando se levantaban unas pequeñas compuertas por campo.
Por el sitio que pasabas de aquella perfecta simetría de campos con cultivos, podías ir oliendo los manjares que iban saliendo en las matas escondidas en el suelo y en los árboles aparecían los melocotones que impregnaban de olor el aire al pasar junto a ellos.
Cuando los pies pisaban la tierra veías como los melones y las sandías cada día eran más grandes y el rojo de los tomates agarrando sus matas con cañas para que el peso de ellos no la quebraran y te perdías por la hierba exclusivamente plantada para los animales.
Aquello era un vergel. Un paraíso de colores de todos los tonos y de distintos aromas que nos envolvían en cuanto soplaba una pequeña brisa de aire debajo de aquél porche. Era verano, es cuando la tierra da más de sí, pero no puedo olvidarme del invierno cuando crecían las naranjas y los limones, que aroma desprendían aquellos árboles.
En primavera aparecían las cerezas que cogíamos y nos las poníamos en las orejas diciendo que eran como pendientes, los nísperos que se iban madurando en el árbol y nos perdíamos por aquellos campos cogiendo las habas de las matas.
Cierto que tenía su trabajo, siempre estaban pendientes del campo y de limpiar las malas hierbas. No obstante, siempre compensaba; sólo con unas semillas, la tierra, el sol, y el agua era capaz de hacerse semejante milagro y darles por duplicado el esfuerzo y lo que se esperaba de lo plantado te lo ofrecía por cuadriplicado.Siempre me lo decía no hay nada más agradecida que la naturaleza.
5 comentarios
jazmin -
Un abrazo.
Sakki, a mi también y espero algún día poder tenerlo.
Un abrazo.
Dino, A qué están para cogerlas y comértelas? Son recuerdos del campo que tenía mi abuela.
Un abrazo.
Margot, vaya contradicción con tus uvas.
Dices son plantas nada más...pero si son de lo más bonito!! por ello comparto tú nostalgia.
y las amapolas son preciosas, flores silvestres que llenan los campos de color rojo.
Las noticias están a la espera y con nervios ya!
Un gran abrazo.
Margot -
Soy nieta de campesinos y de minero. Mi parte minera debe ser la que me lleva a interesarme por los minerales, la de emprender escapadas ocasionales hacía mundos subterráneos. Mi otra parte, la de "pagesa" la de campesina predomina en mí, me reconozco a mi misma más de campo que las mismísimas amapolas y -a mucha honra-.
Espero que hayas podido descansar estos días... me mantengo a la espera de "esas noticias".
Mientras seguiré admirando esas lujuriosas uvas.
Un agrazo inmenso.
Dinosaurio -
Por cierto que, ¡vaya imagen!, se me hace la boca agua.
Un abrazo fuerte.
Sakkarah -
Me gusta la quietud de las casas de campo. Cuanto más naturales son las cosas mejor.
Un beso, Jazmín
ESPARTACO -